El 26 de junio se cumplieron 37 años del fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, que condenó a Estados Unidos por la guerra terrorista contra Nicaragua y le ordenó pagar al país centroamericano 17.000 millones de dólares en concepto de reparación.
En estos 37 años, Washington nunca aceptó lo que dictaminó la máxima instancia jurídica internacional. Detrás de las instrumentales oposiciones jurídicas, hay una verdad política: aceptar el fallo implicaría el reconocimiento de Estados Unidos como una nación entre otras, es decir, obligada a respetar el Derecho Internacional y las instituciones llamadas a protegerlo.
Irreconciliable con el estatuto de "excepcionalidad" que se han asignado a sí mismos en su Constitución y en las acciones criminales que han caracterizado sus 247 años de existencia, hechos de 231 años de guerras y millones de víctimas sacrificadas por la afirmación de un modelo demencial, darwiniano y excluyente.
La historia jurídica, como siempre ocurre, es hija de la historia política, pues no hay doctrina que prescinda del contexto en el que se aplica y de los protagonistas y sus razones. Pues bien, queriendo dividir la historia en dos, podemos empezar por la jurídica y pasar después a la política.
La historia jurídica de la agresión y la resistencia se escribe en pocas fechas: 9 de abril de 1994, cuando Nicaragua presenta su demanda; 10 de mayo del mismo año, cuando la Corte emite su primera sentencia, parcial, en la que pide la suspensión temporal de las hostilidades norteamericanas hasta que se celebre el juicio; 18 de enero de 1985, cuando Estados Unidos advierte a la Corte que no participará en el fondo del asunto, desconociendo la legitimidad de la Corte en el caso, y que no atribuirá valor alguno a la sentencia; 26 de junio de 1986, cuando la Corte emite su sentencia definitiva, articulada en nada menos que 833 páginas.
El valor absoluto de la sentencia y su contexto
Se trata de una sentencia de trascendencia histórica, porque se pronuncia claramente sobre el uso de la fuerza en las relaciones internacionales y sobre las interpretaciones expansivas del artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas, que amplían el alcance del concepto de legítima defensa a voluntad.
El Tribunal, por primera vez en sus 40 años de existencia, entró en el fondo de la legitimidad del uso de la fuerza por parte de una superpotencia en su zona de influencia y reiteró, en este caso concreto, que la tesis norteamericana, alegando la necesidad de la intervención contra Nicaragua como auxiliar de la guerrilla en El Salvador, no se sostenía.
Porque incluso, asumiendo y no concediendo que hubiera existido tal actividad, es decir, que hubiera sido responsabilidad del gobierno nicaragüense y no de ciudadanos individuales de cualquier país, la agresión estadounidense fue de tal magnitud que no podía justificarse como una reacción basada en los principios jurídicos de proporcionalidad y razonabilidad.
Por último, declaró culpables tanto a Estados Unidos por su actividad directa como por la de los contras, alistados por él o por sus aliados, ya que culpó a Estados Unidos de la génesis y desarrollo de todas las formas militares y paramilitares en la guerra no declarada contra Managua.
Políticamente, es hora de contar la historia a los que no estuvieron allí.
Eran los años 80, el mundo descubría el baile disco y el punk, pero Nicaragua bailaba su propia música. Estaba construyendo un país y, tras décadas de guerrilla y 50.000 muertos, el sandinismo creía haber saldado sus cuentas con la historia. No fue así. Estados Unidos quería arreglar el fallo de su sistema de dominación en América: en 20 años habían perdido primero Cuba y luego Nicaragua, y El Salvador de Duarte parecía en la cuerda floja.
El recién elegido Ronald Reagan, actor de escaso pelo, de humor vulgar y pensamientos groseros, decidió que, como en una mala película de las que él había protagonizado, los buenos entrarían a saco y enterrarían a los malos, que eran tales porque desobedecían a los buenos. Desde el momento en que asumió el poder, impuso una serie de sanciones, aun sabiendo lo calamitosa que era la situación socioeconómica del país. Nicaragua estaba rica de entusiasmo pero pobre en dólares; las arcas del Estado habían sido completamente saqueadas por la dinastía huida y sus leales.
Precisamente con esto contaba la Casa Blanca, pensando que la presión económica, el embargo, el bloqueo de los préstamos, harían imposible la reconstrucción y pondrían en jaque el ardor liberador que circulaba por las venas, por las calles y hasta por el cielo de la nueva Nicaragua. Que sin embargo, pero, no pensó ni por un momento que tendría que ceder, que renunciar a valores, sueños y proyectos que tanto sacrificio habían costado, a cambio de relaciones de buena vecindad, que en el idioma del filibustero anglosajón significa rendición. No bastaba con haber luchado y ganado, había que luchar para volver a ganar.
La guerra infame
La CIA reclutó a los restos de la Guardia Nacional de Somoza, a los que añadió mercenarios de todos los perímetros militares que acudieron al nuevo Eldorado de la muerte, situado primero en Honduras y luego en Costa Rica. Comenzó una agresión armada, flanqueada por un embargo económico que convirtió a Nicaragua en una advertencia para quienes desobedecieran al imperio y, al mismo tiempo, en un ejemplo para quienes quisieran resistirle.
EEUU actuó en el frente político y diplomático sin ningún freno y se dedicó a acciones conspirativas, terroristas y criminales, desprovistas de cualquier atisbo de ética y estética del conflicto. Violaron el derecho internacional y las propias leyes estadounidenses, financiando con drogas y armas lo que no estaba garantizado con fondos públicos.
Para ello contrataron a cárteles colombianos y a narcotraficantes estadounidenses y nicaragüenses que se unieron a los militares salvadoreños y hondureños en el tráfico. La alianza oscura, la llamó en su libro el premio Pulitzer Gary Webb.
Nicaragua, inocente de toda culpa, soportó una guerra despiadada que los gringos libraron sin tener siquiera las agallas de declararla. Fue una guerra asimétrica porque se libró con recursos desiguales, que no se impusieron solo porque fueron equilibrados por un heroísmo igualmente desigual, por la sagacidad militar y conspirativa de quienes se jugaron la vida para salvar su tierra.
La Nicaragua sandinista ofreció una lección militar a Estados Unidos y a sus bandas armadas. Nunca, ni por un minuto, la Contra pudo tomar una ciudad, los puntos clave de su economía y su estructura defensiva.
Desde las montañas de Nicaragua hasta La Haya fue una batalla y Managua ganó en todos los frentes. Retó abiertamente a Estados Unidos a responder por su política criminal ante la más alta sede de la jurisprudencia internacional: la Corte Internacional de Justicia de La Haya, órgano de Naciones Unidas.
El sandinismo demostró que podía cruzar el verde oliva con el negro de las togas y fue capaz de denunciar, argumentar y convencer de sus razones. El peso político de EEUU, su capacidad de influir en los jueces, no cambiaron la suerte de un juicio que, como pocas veces ocurre, combinó verdad histórica y verdad procesal.
El articulado dispositivo del veredicto fue meticuloso e implacable, a prueba de cualquier interpretación de conveniencia. Reafirmó lo que constituye la premisa de todo testimonio: la verdad, sólo la verdad, nada más que la verdad.
Estados Unidos, que considera la verdad como una de las peores amenazas a la manipulación histórico-política que la ficción de Hollywood hace de sus hazañas imperiales, no aceptó el veredicto y no indemnizó a Nicaragua.
No reconocieron el fallo de una institución jurídica internacional de la que forman parte al más alto nivel, como es el Consejo de Seguridad de la ONU. Y es tan paradójico como emblemático de la historia negra de Washington que es el Consejo de Seguridad el encargado de hacer cumplir las sentencias de la Corte Internacional de Justicia. Por lo tanto, paradójicamente, EEUU no reconoce al organismo cuyas resoluciones debe hacer cumplir. Esquizofrenia imperial.
Como en una obra pirandelliana, Estados Unidos representó dos papeles en la obra: el de los criminales y el de quienes deberían haberlos detenido. En este oxímoron de la justicia, en esta vergüenza ética, hay toda la cobardía y la arrogancia de un país indigno de estar en la cumbre de la comunidad internacional, entre otras cosas por no ser capaz de dar ejemplo de un comportamiento respetuoso con las normas que ellos mismos han suscrito y con las instituciones internacionales que dicen representar.
La Casa Blanca reivindica la extraterritorialidad de su jurisdicción y de sus tribunales, pretende juzgar sin ser juzgada. Se erige en juez inapelable de todo el mundo sin tener derecho a ello, pero no respeta a los jueces elegidos por la comunidad internacional que dice querer dirigir (dominar y saquear son términos que no molan, prefieren no utilizarlos).
El rechazo a una sentencia del Tribunal Internacional de Justicia, 37 años después, es la negativa a cumplir con los deberes que el resto del mundo reconoce como propios e ineludibles de una Sociedad de Naciones basada en la convivencia entre iguales. Pero EEUU no reconoce deberes y tampoco el Derecho. Sólo esto plantean: su dominación y nuestra obediencia. Un modelo de feudalismo atómico que Nicaragua rechazó desde siempre y que ahora muchos más están dispuestos a desafiar.