Por Fabrizio Casari| Altrenotizie
Tal y como se anunció hace 10 años, el general Raúl Castro presentó su dimisión de todos los cargos de dirección en el VIII Congreso del Partido Comunista de Cuba.
La renuncia de Raúl se produce en una fecha simbólicamente importante, ya que coincide con la proclamación del carácter socialista de la Revolución y la victoria sobre la invasión mercenaria orquestada por la CIA en Bahía de Cochinos hace 60 años.
Dos fechas que se ajustan bien a la historia política de Raúl e incluso a los rasgos personales de un líder que siempre ha aparecido como poco propenso al histrionismo, pero dotado de una gran convicción ideológica, un notable equilibrio y una absoluta determinación para cumplir las misiones asignadas.
Aunque como todos y más que nadie devoto de su hermano Fidel, Comandante en Jefe de la Revolución, de Cuba y de su pueblo en todas partes, Raúl ha brillado de luz propia y lo ha hecho en todas las épocas lo largo de los 63 años de historia de la Revolución.
Raúl fue un dirigente revolucionario, primero en la Sierra Maestra y luego en la defensa del socialismo cubano. Se comprometió desde el principio en el papel de Ministro de Defensa, pero también se caracterizó por ser un estricto guardián del marco ideológico del socialismo cubano.
Raúl fue implacable e intervino con contundencia, impidiendo cualquier deriva y rechazando cualquier halago por parte de quienes en Europa (y en España significativamente), aprovechando el periodo especial, intentaron por todos los medios intervenir sobre la identidad ideológica y las ambiciones de su grupo dirigente con el fin de facilitar las inversiones en la isla socialista.
Raúl también fue el creador de una ampliación del papel de las Fuerzas Armadas en el sector económico. Precisamente en los momentos económicamente más difíciles, cuando la caída del campo socialista quitó de golpe a Cuba tanto los subsidios de la Unión Soviética como el 85% del volumen de comercio, la habilidad de Fidel Castro fue la de iniciar un proceso de aperturas prudentes, pero progresivas, en el modelo económico sin afectar en absoluto al sistema político.
Una apuesta exitosa también gracias a la capacidad empresarial de las FAR, que se distinguió por la eficiencia y permitió diferentes articulaciones económicas del país, entre ellas una expansión sostenible de la oferta turística. Siempre se ha pensado que Raúl se había inclinado por un modelo de tipo chino, es decir, con una fuerte centralización del Estado y con un modelo de partido único, pero las características de Cuba (80% de área urbana y 20 de agrícola) difícilmente se asocian con las de China (78% de área agrícola y 22% de área urbana); es si acaso Vietnam, que comparte con Cuba muchos de los arreglos estructurales, el que inspiró a Raúl en la elección del modelo de sistema.
Cuando Fidel decidió entregar el timón de Cuba, Raúl fue el elegido. No era una cuestión de gestión dinástica, como ha afirmado la corriente occidental. Los que piensan que la relación con Fidel jugó un papel, sabían poco de Fidel y del propio Raúl. Fueron sus méritos, adquiridos primero en la guerrilla y luego en la dirección de las Fuerzas Armadas y del Partido, los que decantaron la decisión por Raúl, dibujando un perfil de absoluta fiabilidad así como la capacidad de interpretación fiel de la voluntad de Fidel.
Raúl, en efecto, ha sido un eficiente y preciso gestor del diseño político de Fidel y, designado para el más alto cargo tras la retirada de su hermano, ha mostrado todo su pragmatismo. Tanto la generación "histórica" de dirigentes cubanos, es decir, los que hicieron triunfar la Revolución, como la generación más joven (formada por dirigentes nacidos con la Revolución ya consolidada) reconocieron en Raúl un elemento de garantía para todas las sensibilidades y planteamientos diferentes que podían manifestarse legítimamente.
No era un mediador entre distintas pulsiones, como se ha dicho y escrito erróneamente en la prensa occidental, sino una figura con la que todos sentían un profundo respeto, reconocían una autoridad absoluta y con la que se sentían identificados. Raúl, de hecho, ha sido un maestro de la concreción sin tener, sin embargo, ninguna fascinación por los giros liberales que han hechizado a tantos izquierdistas.
Precisamente siguiendo las enseñanzas de Fidel, que indicaba cómo la flexibilidad de las opciones políticas sólo puede darse con la inflexibilidad de los principios que la guían, Raúl supo gestionar de la mejor manera el paso a una nueva fase de las relaciones con Estados Unidos.
También en este caso hubo varios analistas equivocados, que interpretaron el diálogo entre los dos países como una voluntad cubana de revisar sus posiciones. En cambio, el escenario de esa normalización se produjo porque Barack Obama tomó nota del fracaso de la anacrónica y criminal política estadounidense hacia Cuba y no porque Cuba, para obtener la normalización, estuviera dispuesta a intervenir en su sistema sistémico y de valores.
En las condiciones previas para un diálogo útil, Cuba dejó claro desde el principio que había que garantizar el principio de reciprocidad entre los dos países, así como el respeto de las diferencias y especificidades políticas y culturales, es decir, la escucha mutua de dos sistemas que son por naturaleza opuestos pero que pueden reconocerse y respetarse.
Y para demostrar que no eran sólo palabras, ese proceso de normalización se inició con la aceptación de una de las propuestas cubanas de mayor valor político y simbólico: la liberación de los presos cubanos, injustamente sepultados bajo condenas jurídicamente insensatas (consistentes en doble cadena perpetua y decenas de años de prisión por luchar contra el terrorismo) a cambio de la liberación de Alan Gross, el agente de la CIA detenido en La Habana en plena actividad de espionaje.
Las sentencias de los cinco héroes cubanos fueron políticas y la política estadounidense tuvo que enmendarlas. Eso es lo que ocurrió y fue una buena manera de establecer concretamente la reciprocidad de las condiciones. Fidel había jurado que volverían a casa y Raúl los trajo de vuelta.
Hoy, cuando Miguel Díaz Canel hereda las funciones de Raúl, las relaciones entre Cuba y EE.UU. están en su peor momento en 63 años (con la excepción de la crisis de los misiles en el 62). Pero aunque el camino de la normalización entre los dos países ha sido enterrado por Donald Trump, el de la modernización de la isla socialista avanza, no sin dificultad pero avanza.
Sin embargo, los procesos productivos, la organización del mercado de trabajo, la significativa expansión de los sectores destinados a la economía privada, están indisolublemente unidos al carácter público y universal de la esfera de los derechos sociales, y esto da autoridad y credibilidad a un proceso que muchos con una mirada empañada insisten en leer como una ruptura progresiva.
El Congreso ha recibido la salida de Raúl con un afecto conmovedor, aunque el hecho de que haya abandonado su papel formal no le impedirá poner a disposición del país su sabiduría, experiencia y autoridad. La nueva dirección del partido, sin la presencia física de Fidel y Raúl, seguirá avanzando en la dirección del desarrollo sin renunciar a los principios que los hermanos Castro han señalado durante 63 años.
El VIII Congreso decidió profundizar en el proceso de reforma económica y hacer más adaptable la economía a los cambios socioeconómicos que, como en todo el mundo, también se están produciendo en Cuba. Es difícil definir la experimentación en marcha a partir de las teorías económicas clásicas; se perfila un modelo totalmente cubano, calibrado a las necesidades y posibilidades del país y no importado de doctrinas pensadas y aplicadas en otros lugares.
Una forma de experimentación susceptible de cambios continuos, pero con una brújula que orienta bien. Que sin hacerlos incompatibles, muestra claramente el Norte y el Sur en el diseño de un posible futuro. Aunque se vea obligado a sufrir por falta de alternativas los mecanismos de un sistema capitalista que hay que aceptar como inevitables, el esfuerzo es adaptarlos a la identidad cubana, que mantiene el horizonte del igualitarismo socialista basado en los derechos universales como objetivo irrenunciable.
Está claro, sin embargo, que cualquier hipótesis de desarrollo para Cuba tiene una palanca esencial en el fin del bloqueo o, en todo caso, en la indiferencia hacia él por parte de la comunidad internacional. Cuba, que también ha demostrado en la pandemia su capacidad de superarse a sí misma y al mundo entero, no puede ni debe quedarse sola ante la arrogancia genocida del imperio decadente.
Lamentablemente, la nueva administración estadounidense no parece querer desandar el camino de acercamiento que quiso proponer Obama, sino que parece preocupada por mantener una línea de hostilidad hacia lo que Washington llama "el eje del mal", es decir, Cuba, Venezuela y Nicaragua, a los que ahora se suma Bolivia.
A falta de un cambio de rumbo decisivo en Estados Unidos, Cuba - que no podrá contar con la ayuda de Venezuela - no tiene intención de arrodillarse. El portavoz de Biden, al conocer la noticia de la renuncia de Raúl Castro, dijo que Washington estaba "siguiendo la situación cubana con absoluto interés".
Esto, sin embargo, era conocido, hasta ahora nada nuevo. Sería más bien interesante saber si Biden tiene la intención de despertar del sueño de la razón que obliga a Estados Unidos desde hace 63 años a darse de bruces contra el muro cubano. O si él también pretende seguir el camino de sus predecesores, los 11 presidentes y 26 directores de la CIA que llegaron al poder prometiendo derrocar el socialismo cubano y se fueron a casa con la Cuba socialista sonriéndoles.